BITACORA DEL HUMOR VAGABUNDO
Los Tranvías
Me encantan los recuerdos que ruedan sobre tranvías. Injustamente vilipendiados y olvidados por gentes que
ignoran la sabiduría de apresurarse lentamente, yo conservo viva mi devoción. Y también mi
gratitud; porque me enseñaron cual es la ruta imperturbable de la ataraxia: la paciente, la impasible, que
acompasa todas las demoras y omisiones del destino.
No fueron una rémora, como sostiene la energumenia motorizada. Sino un vehículo útil, confortable
y seguro. Merced a su presencia y andar ubicuos, ciudades tentaculares como Buenos Aires ponía en contacto
la periferia y el centro. La traslación del habitante era una liturgia: un verdadero "servicio público",
en la acepción etimológica de la palabra, no el promiscuo zangoloteo de hoy. Y ¡tan barato!
Que, para virtualizar esa condición, basta decir que costaba diez centavos el boleto desde Retiro a Liniers
y desde la Plaza de Mayo hasta Quilmes.
Verdaderas vidrieras rodantes, los pasajeros éramos en ellos personas alineadas y sedentes en exposición.
En exposición pero no expuestos; porque en su largo dominio de las calles apenas puede registrarse algún
accidente que se equipare a los comunes y pavorosos del transito automotor.
Por eso, parado en esta esquina del tiempo, aguardo que pasen de nuevo los tranvías que tomé. Sin
fijarme en su destino. En el orden que lleguen. Con mayorales munidos de cornetas de cuerno o motormen sonando
campanas eufóricas. Con chispas en los rieles y estrellas en los troleys. Como vengan: en el cúmulo
de trayectos que atesoran el corazón y la memoria.
Y primeros que todos, los tranvías de aquí, de la Córdoba monacal de principios de siglo,
que conoció mi infancia feliz y desarrapada. Tirados por caballos, recuerdo en primer término aquellos
de las rampantes "coladeras" que hacíamos en los coches de la empresa de don Belindo Martínez,
desde el barrio General Paz hasta su meta en la Plaza Colón. Luego, a los tirados por matungos del tranvía
a San Vicente, de "pupos" impuestos como tarifas cuando fallaban los cuartas... Y en fin, entre la algarabía
de alumnos de la Escuela Normal, la precursora y calamitosa "Carreta", tirada por jamelgos, que se perdía
Santa Rosa abajo empujada por los quejidos de los ejes resecos.
¡Oh los tranvías de Constantinopla! Aquel de Karakeuy, que pagaba peaje al cruzar el Cuerno de Oro;
el que nos remontaba funicularmente desde Galata a Pera; el que nos dejó perdidos en el misterio asiático
de Uskudur; y, sobre todos, aquel que nos llevó una mañana de niebla macilenta a la brecha de Stambul
por donde pasó Suleyman, encabezando como trofeo el ejercito vencido, compuesto por diez mil prisioneros
ciegos, en legiones de cien conducidos por un tuerto.
¿Qué delicia ahora esos que cruzan las diagonales y bisectrices de Washington y, bordeando el Potomac,
dan vuelta en Plantation Creek, para regalarnos otra vez una fastuosa sinfonía en verde mayor de bosques,
vegetales y granjas!
Aunque feos ¿cómo omitir los coches subterráneos de Nueva York que nos llevaban desde Manhattan
a Ford Troyn, depositándonos en The Cloister: dos conventos de Lérida y Tarragona, trasladados piedra
por piedra?
Protegidos por una caparazón de cristal, climatizados por técnicas modernas, su estupenda colección
de gobelinos aloja en América "el gran frío de la Edad Media".
Menos dramático que la obra teatral homónima, "El tranvía llamado Deseo" conduce
al barrio Desire de Nueva Orleans los ecos y pasiones que bullen todavía en el Vieux Carré. Por calles
y callejas de nombre francés, mirando bellas barandas de hierro fundido; da gusto mezclarse entre soldados
blancos y negros que van a la Base de Ponchartrian; pero ninguno acercarse en tranvía a la cárcel
de Gretna cargada de despojos humanos al borde del Missisippi.
Mucho más cómodo que Herodoto, Dioroto y Estrabon, indudablemente más tranquilo que Cambises,
Alejandro y Napoleón, tan sumido en lo suyo como Champollion, Mariette y Máspero he conocido en tranvía
el sol de Egipto encajado en las calles del Cairo. Y en la línea que llega casi a la base de las pirámides
de Keop, trocado el asiento por la montura del camello para la postal consabida...
¡ Jugarretas faraónicas del Tiempo ! Si bien no conocí el tranvía a caballos que hizo
andar don Jerónimo Aliaga en Río Cuarto, en 1881, conocí al vecino Isauro Gómez que
levantó los rieles en 1903. Por eso, lo increpé:
Sin tranvía en este campo
¡qué prefiere don Isauro
montar en pelo un centauro
o con silla un hipocampo?
¡Cómo para contestar! Se dio un talerazo en las botas y se fue...
Entre penumbras de remembranzas columbro los tranvías fantasmas que trepamos en noches indecisas para matar
las demoras que puntúan los itinerarios. Aquel en que descubrimos, en un alba lechosa de Hoboquen, la ruda
prosapia de quienes fundaron la Nueva Amsterdam de América. Y aquel otro, no lejos de Hamburgo, en que escuchamos
en Altona los gemidos con que tiñen su angustia "los secuestrados" de Sartre.
¡Cómo no alabar a los sensatos tranvías de Bruselas que, faltos de aire, desmayados de éxtasis
en la magnificencia gótica de la Grand Place, se desplazan a Terburen, Lacambre y Boisfort en pos del deleite
de respirar botánicamente el olor del heno y la encina, el aura del prado y la floresta!
Hablando de color, arte, historia y religión ¿cómo omitir aquel tranvía canadiense
que, yendo a Outremont, nos mostró a Montreal asentada sobre parterres de tulipanes? ¿O aquel de
Catania, en Sicilia, que llevando la entelequía de Vicenzo Bellini nos dejó en la Plaza Stesicoro,
en cuya caverna dl circo romano padece "la sonámbula"?... ¿O a la de la Universidad de
Harvard, que no deposita donde naciera la O.N.U.: en el Hortus Conclusus de Dumbarton Oaks, umbroso de cipreses
y ruinas arqueológicas?. ¿O, en fin, al muy simpático, provisto de cicerone, que rueda a través
de Copenhague desde la lujuria del sector de Tívoli, para sumirnos en la maravillosa catedral de Brunsvig,
elevada con un millón de ladrillos blancos ?
Ya frenándose la efusión, aunque de modo sucinto quiero evocar otros trainways que usé pagando
monedas de emoción. Allá lejos, los que trepan en California las empinadas calles de San Francisco;
y aquí cerca, las que arremetían el Cerro epónimo de Montevideo. Al que en esta ciudad me
arrimaba al Buceo para incorporarme a la procesión fúnebre esculpida por Bistolfi; o a los que en
Madrid, en plena sandunga, piropean la Fuente de la Cibeles...
Y bien, ya culminando este repertorio de añoranzas, ¡qué dicha reverenciar la reliquia del
único tranvía que se aventura actualmente en Brasil: el lleno de achaques y temblores que, después
de vencer el vértigo de los Arcos del Viaducto de Río de Janeiro, respira con ansia en la fronda
salvaje del Corcovado!
De regreso de tanta evocación, me apeo en la misma esquina de tiempo en que subí. Siempre es así:
todos los itinerarios acaban en uno mismo. Pero ahora estoy en medio de un mundo revuelto y convulso. Loco de velocidad
y de tedio. Con autopistas hechas para el desborde y la muerte. Y terminales que intrincan aún más
el fastidio de vivir.
Dum spiro, spero. Siempre aguardo y aguardaré a los tranvías que ruedan en mi memoria. En las mismas
paradas. Inmune a sus atrasos, dócil a sus caprichos; pues la añoranza carece de índices horarios
y esquemas de rutas. Me bastará ubicarme en un asiento cualquiera y mirar ¡mirar cómo pasa
la vida a mi costado en ese mapa absurdo de la nostalgia!
Eso sí, de vuelta nunca regresará a casa a pie. Descenderé del tranvía a caballo de
don Belindo Martínez, que pasaba a su frente, en calle Dos esquina Siete del viejo barrio General Paz (cuya
nomenclatura numérica le impuso Sarmiento en su visita a Córdoba). Y seré otra vez el chiquillo
de antes volviendo de la escuela de la comunidad del amor, el trabajo y el cariño de nuestro hogar.
Juan Filloy